Después de tanto tiempo sin crear una nueva entrada, hago acto de presencia otra vez recomendando la lectura del apasionante relato que os traigo a continuación. Una pequeña obra de manufactura absorbente y con sorprendente final que estoy más que seguro de que a muchos de los lectores de este blog en especial os gustará. Creado por Ivan Rodríguez, alias Klive69 (podéis acceder a su cuenta de Twitter para, si os ha gustado, rogarle una segunda parte), amigo, hermano, compañero de mil batallas e historias además de ser un gran apoyo personal.
Con todos vosotros...
La caja de Temeris
Por Iván
Rodríguez
Hacía
calor. Temeris deambulaba solo, como de costumbre, entre aquellas
extrañas máquinas de los antiguos dioses. Le gustaba imaginar esos
misteriosos artefactos funcionando, tal y como debieron haberlo hecho
en su día, impulsados por una fuerza desconocida que les hiciera
cobrar vida. A menudo, entre sus vetustos y silenciosos compañeros,
solía preguntarse en voz alta para qué servirían.
Era
allí, entre cientos, tal vez miles de los ya familiares restos
metálicos, donde dejaba volar su imaginación y recreaba en su
primitiva mente los tiempos de esplendor de aquellos seres
superiores.
Pese
a su analfabetismo, Temeris era un muchacho inteligente. En su tribu
le consideraban alguien realmente habilidoso, incluso presumía ante
los chicos de su edad de los artilugios que inventaba. "Cuando
sea mayor y tenga mi propia tribu, enseñaré a todos a fabricar las
mejores trampas"
solía fantasear cuando las deliciosas ratas caían en sus ingeniosas
y mortales ratoneras y, sonriente, las despellejaba mientras el fuego
humeaba expectante.
Pero
esa mañana salió bien preparado de su choza, había comido bien.
Las ratas y otras deliciosas presas no eran ahora su prioridad, tan
sólo llevaba un poco de agua sin contaminar en una especie de
cantimplora de piel que su madre le había cosido con las púas de un
cactus. Y es que eran afortunados por vivir cerca de aquel pozo tan
profundo; todos sabían qué te ocurría si bebías agua de la
superficie, y no era plato de buen gusto para nadie. En una ocasión,
un niño de la tribu aún inexperto en las lides de la supervivencia
en aquel traicionero mundo, bebió agua del riachuelo que pasa al
este del poblado; murió al cabo de una semana, y su sufrimiento fue
tal que sus propios padres, antes del inevitable desenlace, tuvieron
que tomar la decisión de llevarlo al chamán, quien le tuvo que dar
el brebaje que le daban a los desahuciados. Todo esto lo vio, él,
así que nunca salía de casa sin agua pura, el bien más valioso en
aquellas tierras de un ocre onírico y aplastante.
Así
que ataviado con sus sandalias de mamerot -una especie de mamífero
peludo, gruñón y maloliente que brindaba a sus dueños unas pieles
duras y flexibles al mismo tiempo- la barriga bien llena de sus
despistadas presas, con agua pura y refrescante y su inseparable
lanza, esa mañana decidió que iría a explorar las tierras del sur,
hogar de los antiguos dioses.
Su
padre siempre le prohibía ir, pero Temeris estaba decidido a
descubrir algunos de los secretos de sus antepasados, como empujado
por una sed de conocimiento, no obstante, ajena a su ser, ya que en
su tribu eran gentes ignorantes, sencillas y supersticiosas. Vivían
el día a día, se dejaban llevar y mecer por una existencia dura y
cruel, como si supieran que su vida fuera el castigo por algo. Pero
Temeris era diferente, sabía que si averiguaba cosas del pasado
podría ayudar a su gente en el futuro, y era en esos momentos cuando
en su inocente mente bailaban las preguntas: ¿Quedaría algún dios
aún vivo? ¿Podría averiguar para qué servían las máquinas y así
utilizar esa magia para ayudar a su gente? Y es que Temeris era un
soñador, algo que le hacía más libre que el resto de sus
congéneres que, como los animales, normalmente se regían por
impulsos e instintos.
En
ocasiones al atardecer, cuando quería estar solo, se sentaba en lo
alto de una vieja estructura y observaba las presencias del pasado;
restos ásperos y de color cobrizo que parecían brillar igual que la
sangre oxidada y, entonces, creía oír a los cadáveres de la
antigüedad susurrarle con lamentos metálicos. Aquella destrucción,
pensaba, que se llevó por delante a los dueños de las máquinas
debió ser de una potencia descontrolada, pues ellos eran poderosos y
sabios.
Lo
que Temeris no sabía era que la desaparición de los supuestos
dioses fue ocasionada por su propia mano y obra, algo que el muchacho
nunca podría llegar a descubrir. Pero esa es otra historia…
Así
que inmerso en sus pensamientos emprendió camino hacia el sur, donde
ante sus ojos se abría un paisaje monótono y repetitivo donde tenía
la sensación de que nunca avanzaba.
La
gente del poblado no solía aventurarse nunca en esa dirección, pues
estaba El Bosque de Piedra, un lugar donde la desgracia podía
acecharte en cualquier dirección, pues al caminar entre las
gigantescas estructuras erguidas por gigantes, las rocas caían a tu
paso, como queriendo ocultar con vergüenza lo que allí ocurrió.
Pero él, decidido y aventurero, no temía a las rocas que caían ni
a los sonidos que el viento inventaba entre los angostos pasadizos.
Ya
casi al mediodía, después de caminar pesadamente durante unas
horas, llegó al Bosque de Piedra, un bosque que no era sino los
restos de una ciudad. El chico, acostumbrado a los rudimentarios
materiales que vestían sus sobrios habitáculos -que no eran otros
que barro, madera y pieles de animales para evitar la filtración del
agua- observaba maravillado aquellas estructuras tan diferentes,
hechas de piedra sólida y otros materiales que no llegaba a
identificar. Estaba claro que había hecho falta una magia, pensaba,
muy poderosa para levantar aquellas moles que ahora descansaban
caóticamente en todas direcciones. Tan sólo las más robustas
conservaban la verticalidad, y en la mayoría de ocasiones no eran
más que muros o arcos, esqueletos sin más de hercúleas obras
hechas por los dioses.
Ignorando
los peligros y advertencias de sus mayores serpenteó entre las
desdibujadas avenidas, buscando algo que le llamara la atención;
algún recoveco donde introducirse, algún artefacto que,
casualmente, se hubiera salvado de la debacle… pero no encontró
nada. En ocasiones emergían de entre las rocas placas metálicas de
un material parecido al de las máquinas de la llanura, pero que
contenían unas inscripciones, o dibujos, ilegibles para Temeris.
Eran líneas, curvas y puntos que caprichosamente se parecían a los
dibujos que su gente hacía en las rocas cercanas, donde
representaban o señalizaban precariamente algún peligro.
Ya
con el sol iniciando su viaje de descenso hacia el ocaso y después
de recorrer palmo a palmo las ruinas, decidió rebuscar, siempre de
forma inquisitiva, los aledaños, ya que la destrucción parecía
menor a medida que se alejaba de la masa homogénea, que había
enterrado para siempre sus secretos. Caminó, y a medida que se
alejaba de las ruinas la destrucción dejaba paso a la monotonía del
vacío. Sabía que cuanto más se alejara, más posibilidades tenía
de encontrar algo que hubiera pasado desapercibido para los antiguos
exploradores de su tribu que, en contadas ocasiones, hicieron
incursiones para buscar alimentos o pertrechos por aquellos lares
hacía muchas generaciones. Así que impulsado por esa curiosidad y
obviando muchos de los peligros que se acentuaban a cada paso que
daba en dirección contraria a su hogar, se encaró a un antiguo
camino, negro como el pelo de su cabeza y tan duro como la obsidiana
que expulsaban los volcanes del norte, que en más ocasiones de lo
deseable sangraban las entrañas de la tierra.
Anduvo
largo rato caminando sobre el agrietado y oscuro suelo y vislumbró
lo que parecía el final del camino. Podía ver una estructura a lo
lejos que, puede que debido a su baja altura, se conservaba en
mejores condiciones que el resto de lo que había visto hasta ese
momento; decidió que sería allí donde empezaría una nueva
búsqueda.
Al
llegar, frente a él, un gran arco que todavía seguía en pie le
daba la bienvenida, a cuyos pies descansaba una puerta de metal
retorcida y semi enterrada. Cruzó el umbral y miró en derredor,
donde algo inmediatamente llamó poderosamente su atención…
Era
un recinto, una vez más hecho añicos, rodeado por un muro de piedra
ancho y bajo. En el suelo una colección de trozos de roca blanca
salpicaba todo uniformemente. En algunos fragmentos podían verse
restos de inscripciones o dibujos, en otros sin embargo, demasiado
pequeños, el tiempo había borrado su identidad y cometido. Todo
estaba demasiado dañado como para sacar algo de provecho… todo
excepto una modesta figura rectangular bajo un gran árbol, seco
hacía demasiado y que cobijaba una estructura que, por el motivo que
fuese, tal vez por la protección del árbol o tal vez por la
bendición de los dioses, se conservaba aparentemente intacta.
Se
abrió paso hasta su objetivo pasando por encima de estructuras
similares, aunque rotas y llenas de arena y polvo, y llegó bajo el
gran árbol. Ante él, una piedra lisa y brillante como nunca antes
había visto le mostraba de nuevo, bajo una generosa capa de
suciedad, las inscripciones hechas por líneas y puntos. La parte
superior, tan perfecta que sólo podía ser obra de los antiguos
dioses, proyectaba un aura blanquecina que contrastaba enormemente
con el omnipresente y sempiterno ocre. Pasó su callosa mano por la
superficie, estudiando detenidamente cada detalle; líneas, puntos,
líneas y curvas. Deslizó sus manos hacia los laterales de la
estructura y atisbó una separación, una finísima grieta que
parecía dividir en dos aquel en apariencia sólido rectángulo.
Temeris, que nunca había visto un contenedor de esas
características, comprendió que aquello ocultaba lo que sin duda
había estado buscando.
Con
una sonrisa que dibujaba en su cara una mezcla de nerviosismo y
satisfacción, buscó entre la uniforme alfombra de escombros alguna
cosa que le sirviera para abrir la cámara de otro tiempo. Se acercó
corriendo a la entrada, donde había visto bajo el arco un “palo”
de metal grueso y resistente, que en su día conformaba la puerta de
acceso. Separó el barrote del ya inútil enrejado y, con una roca,
aplanó el extremo con el fin de introducirlo en la estrecha grieta
que separaba las dos partes de la cámara. Metió el extremo plano en
la fina rendija y con todo el peso de su cuerpo tiró hacia abajo
hasta que, poco a poco, fue cediendo. Una vez la hubo desplazado lo
suficiente apoyó sus manos en los bordes y, casi en posición
horizontal, puso sus musculosas piernas sobre el anciano árbol.
Empujó, gritó y crujió la casi petrificada madera bajo sus pies,
pero logró tirar al suelo la pesada losa y dejar al descubierto el
contenido del rectángulo ¡se trataba de un esqueleto! Tan antiguo y
descarnado que casi parecía aséptico. Vestía ropas negras y
sujetaba entre sus huesudas manos una caja; una caja
extraordinariamente bien conservada hecha de un material desconocido
y de formas y bordes perfectos. La caja, rectangular y de color
negro, de unos cinco centímetros de grosor, mostraba en su frontal
un dibujo que Temeris, esta vez sí, supo identificar: se trataba
claramente de un guerrero. Aunque torpemente representado, aquel
dibujo no dejaba duda alguna sobre lo que trataba de plasmar, pues su
pose claramente agresiva era la de alguien que se disponía a luchar.
Encima del guerrero, nuevamente, las extrañas inscripciones.
Con
gran respeto Temeris separó los entrelazados y esqueléticos dedos
con un crujido doloroso, como si la osamenta, después de demasiados
años para ser contados, lamentase separarse de la caja que asía.
Fascinado,
estudió la misteriosa caja que a su vez, guardaba algo en su
interior. La abrió con cuidado y de dentro cayeron dos objetos. Uno
de ellos era un rectángulo negro azabache y con motivos rojos. El
otro una especie de pergamino que parecía hecho de hojas de árbol,
blancas como la nieve pero demasiado perfectas para ser tales. En
ellas estaban representados mediante dibujos y las ya habituales
ilegibles inscripciones, las aventuras del guerrero. Se le mostraba
saltando, luchando contra criaturas abominables y, curiosamente,
montado en algunas máquinas muy similares a las desvencijadas masas
metálicas que sembraban el familiar paisaje cerca del
poblado. Emocionado como nunca antes, se guardó su ansiado
premio con todo su contenido y se acercó a la tumba del guerrero.
Sacó su lanza, la clavó en el suelo y mientras imaginaba a aquel
imponente dios del pasado luchando ferozmente, protegió el cuerpo
como pudo con losas más o menos manejables que encontró cerca. Se
giró, con el corazón desbocado bebió agua de su cantimplora y
emprendió el viaje de regreso, tan emocionado e inmerso en fantasías
de tiempos pretéritos que llegó casi sin darse cuenta a los
aledaños de su poblado, donde se dirigió sin pensarlo a la choza
del chamán.
Invadido
por la alegría y el nerviosismo propios de su edad, Temeris se
posicionó ante la puerta de la cabaña, respiró hondo y entró. El
chamán, que estaba de espaldas a la entrada, se giró para recibirle
-¿Qué
es lo que quieres, joven? Deberías decirle a tu padre que...
-¡Maestro,
he encontrado un artefacto! ¡Parece el relato de las hazañas de un
gran guerrero! Mire, dentro de esta caja hay una historia, como las
que usted nos cuenta, pero dibujada en algo que no sé muy bien qué
es. No son hojas de árbol, ni piel de animal. También está esta
caja negra ¡Mire cómo brilla!
-¿Dónde
la has encontrado, Temeris?
-Más
allá del Bosque de Piedra, a muchas horas hacia el sur.
-¿No
sabes ya que esas tierras son peligrosas? Nunca nos acercamos por
allí. A los antiguos dioses no les gusta que hollemos sus dominios.
-¡Pero,
yo he encontrado la tumba de un guerrero…y era preciosa! ¡Blanca
como la arena al sol y tan lisa como la piel de una mujer!
Y
mientras Temeris explicaba al chamán su viaje y su hallazgo, el
viejo cogió la caja, la estudió a conciencia y la abrió, pero ni
siquiera sus años, su experiencia y su poder arcano alcanzaban para
explicar qué era aquello y cuál era su propósito.
-Deberás
dejármelo hasta mañana, consultaré a los dioses y, si somos
merecedores de saberlo, nos dirán qué hacer con ello. Ve a
descansar.
Temeris,
un tanto decepcionado por no haber encontrado nada útil, al menos de
momento, para los suyos, volvió a su hogar donde su padre le
esperaba intranquilo y furioso por tan larga -y no autorizada-
ausencia.
Era
tarde, muy tarde. Aguantó estoicamente la reprimenda y minutos
después se recostó sobre su cama, hoy más cómoda de lo habitual
debido al cansancio. Sin darse apenas cuenta cayó en un mar de
sueños, donde veía criaturas con cabeza de rana, escorpiones
gigantes y otras criaturas que caían bajo el poder del guerrero, que
luchaba valientemente para... ¿tal vez salvar a los suyos de la
destrucción?
Pero
antes de que el sol anunciara un nuevo día y pese a su febril
descanso, se levantó y se dirigió impaciente a la cabaña del
chamán, quien ya estaba despierto, junto al fuego
-¿Alguna
noticia, señor?
-Me
temo que no, mis consultas a los dioses no han obtenido respuesta. Es
posible, Temeris, que no estemos preparados para este conocimiento o
que aún no seamos dignos. Esperaremos con paciencia hasta que los
conocimientos que guarda esta misteriosa caja nos sean revelados.
Avisa a tu padre, dile que reúna a todos en el santuario.
Y
Temeris corrió a avisarle, pues su padre era el jefe y sobre él
recaía esa responsabilidad.
Una
vez se encontraron todos en el santuario, donde rezaban y depositaban
sus ofrendas, el chamán entró con la caja en las manos. Iba
ataviado con su traje ceremonial de pieles de animales y, en la cara,
lucía un mosaico de pinturas que hacían con polvo de piedras y
grasa de animal. Se posicionó en el centro; todos, alrededor del
altar, conformaban un semicírculo. Temeris estaba justo delante del
chamán, quien después de explicar su hallazgo y confirmarlo como un
digno sucesor de su robusto padre, alzó la caja por encima de su
cabeza para que todos pudieran observarla y, con un gesto ceremonioso
en su agrietado rostro la colocó en el altar. Se retiró en silencio
y antes de salir dijo:
-Esperemos
que algún día podamos volver a disfrutar del conocimiento que
esconde la caja.
Y
una vez cada uno hubo vuelto a sus quehaceres diarios, en el interior
del solitario santuario brillaba una tenue tea, que con sus
relampagueantes destellos iluminaba unas palabras que ya ninguno de
aquellos supervivientes podía recordar, y que decía así: